Abandono es una palabra que evoca muchas cosas, y que es
dolorosa, el abandonar un proyecto, un trabajo, una casa, una ciudad… y sobre todo duele el
sentirse abandonado, ¿alguien no lo ha sentido alguna vez?
No resulta difícil evocar ese sentimiento desde las dos
orillas, sentimiento que es exponencialmente más intenso cuanto más vulnerable
se es… duele estés en el lado que estés. También duele cuando es un ser querido el que lo padece.
Hablando de adopción, de los niños que no han crecido -por
el motivo que sea- en el seno de su familia de origen, y que han llegado a nosotros tras pasar un tiempo en una institución; nos duele
terriblemente el pensamiento de esa separación forzosa, tanto que nos nubla el
sentimiento de empatizar con la persona que lo produjo.
Siendo humanamente imperfectos, y no habiendo sentido en
nuestras carnes las circunstancias que hayan llevado a ese abandono, se nos
hace imposible la idea de renuncia a ese hijo, a un hijo de las entrañas.
Tenemos suerte. Probablemente
y aunque podemos en un esfuerzo, idear el escenario de un abandono, difícilmente
habremos padecido una circunstancia parecida (excluyo a los adultos adoptados)
podemos imaginarlo, imaginar cómo se sienten nuestros hijos cuando nos
preguntan qué hicieron mal, qué tienen ellos o cual es la razón que les hace
diferentes y que les hizo ser “rechazados”
por su madre o familia de origen.
Podemos incluso en un alarde de humanidad ponernos en la
piel de la madre que renuncia a ese hijo y sentir que también debió de ser duro
para ella y que ese vacío tiene que arrastrarlo durante el resto de su vida. No
conocemos las circunstancias, ni la razón de esa renuncia. Pero conocemos el
sentimiento que crece en nuestros hijos con la idea de su abandono.
Un sentimiento que les lastrará toda la vida si no
encontramos la manera de aliviarlo. Una idea autolimitante que les encadenará a
un sentimiento de inferioridad para el que tenemos que encontrar la manera de liberarlos.
Cambiar abandono por
renuncia es más que una permuta de palabras, es negociar con la idea de que
no han sido rechazados sino que han renunciado a ellos, con la carga de
humanidad que esto conlleva.
La vida de un hijo es valiosísima. Tras una gestación de nueve meses renunciar a vivirla para que él pueda seguir viviendo, tiene que doler muchísimo.
En un alto porcentaje de casos seguramente, a poco que esa madre hubiera tenido las mínimas condiciones, alguna posibilidad de mantenerlo junto a ella (no sólo me refiero a circunstancias materiales, sino también de índole, social o psíquica) no hubiera recurrido a algo tan extremo como esa renuncia por imposibilidad de cuidarlo. Y voy más lejos, aun en el caso de las retiradas de custodia, ¿qué circunstancias llevan a una persona a la desatención de sus hijos? aquí estaríamos hablando también de abandono. El abandono de la madre, ese abandono absoluto, cuando se ha llegado al final de la energía de lucha.
Es sólo una reflexión personal, he leído mucho sobre el abandono, y creo que quizás en vez de llenar esa palabra de contenido, cuando nuestros hijos la pronuncien, debería buscar la manera de aligerarla para que ese concepto no los obstaculice ni les estorbe, para que no padezcan limitaciones, para dotarles de una herramienta con la que sean capaces de romper esa cadena que les ata a unas ideas coartadoras que pueden lastrarles de por vida.